Llegar al Hurlingham Club para presenciar la final del abierto de polo más antiguo del mundo, con 118 ediciones, fue desembarcar en un escenario imponente: un club gigante lleno de flores, el cielo pintado de celeste y un sol destellante, el olor del pasto recién cortado, con autos de primera marca y modelo, se asemejaba más a una quinta privada un día feriado que a un evento deportivo.
Todas las personas vestidas como si asistieran a una fiesta de familia aristocrática, las carpas de los diferentes patrocinadores atestadas de curiosos que desbordaban de folletos y regalitos de cada marca. Era un verdadero escenario de alta sociedad.
Si bien era la final del segundo torneo más importante del mundo, no se vivía con las rivalidades características de cualquier otro deporte popular, sino que se respiraba un aire relajado, con los espectadores dispuestos a disfrutar de un espectáculo del mejor polo, con La Dolfina y Ellerstina una vez más como únicos anfitriones.
Quizá tenga que ver con el estilo de vida que lleva la mayoría de los presentes en la cancha ayer por la tarde, donde se regalaban copas de cerveza y repartían equipos de mate, para publicitar cada uno de los sponsors. Quizá sea por su forma despreocupada de desenvolverse. Lo cierto es que en el marco de lo que significa una final nunca se escuchó un insulto, ni dentro ni fuera de los límites del campo. Aun cuando hubo faltas duras, los protagonistas y el público se trataron con un respeto atroz y casi insoportable.
Una de las expectativas principales para los que asistieron al evento era tener nuevamente cerca a Facundo Pieres, por Ellerstina, y a Adolfo Cambiaso, por La Dolfina, dos ídolos particulares. Ídolos porque poseen una calidad única que les sirve para marcar diferencias en todos los partidos, Cambiaso desde la experiencia, efectividad y habilidad, y Pieres desde su ambición y potencia. Particulares porque no son dioses intocables que mantienen una imagen y cuando termina el encuentro desaparecen para refugiarse en sus respectivas casas, sino que son humanos y en eso también el polo marca diferencias: la admiración de los más chicos hizo que todos se fueran con su bocha firmada, y el respeto de los adultos con los jugadores se hizo notar cuando sonó la campana, finalizó el encuentro y se trasladaron juntos hacia la ceremonia final a la espera de los trofeos y las distinciones. Una final de polo que se sostuvo con múltiples lujos dentro y fuera de la cancha.